A mediados de 2017, la Asociación Letras de Esparto, a la que me siento enormemente orgulloso de pertenecer, sacó su segunda antología de relatos: "El mar, la mar", un libro cargado de historias que hablaban de mucho más de lo que sus letras decían; un libro que fue donado a la Asociación Promar. Mi humilde colaboración fue con este pequeño relato mágico: "Narel". Lo comparto con vosotros y espero que os guste, y también os animo a descubrir el resto de historias que encierra este libro... Solo tenéis que poneros en contacto con cualquiera de las 2 asociaciones.
Narel
Narel ya estaba despierta antes incluso
de que su padre se marchase en la noche a faenar. Se hizo la dormida pero
escuchó cómo el viejo pescador se
levantaba ya con esfuerzo, se lavaba la cara en la pequeña palangana de la
esquina del baño, se vestía y cogía algunas cosas de allí y de allá, y salía
por la puerta. Los pasos se fueron alejando a medida que ella abría los ojos de
forma lenta. Se quedó unos minutos más en la cama, pero decidió levantarse para
que le diera tiempo a hacer todas las tareas antes de que cayera la tarde.
Ayudó
a su padre cuando volvió con la pesca del día, hasta que de nuevo se marchó
para vender lo poco que había traído ese día. Narel lo notaba, cada vez le
costaba más salir a faenar con el viejo barco y cada vez volvía con menos peces
en los cestos.
—Padre,
creo que debería jubilarse ya-le dijo en una ocasión-. No necesitamos mucho
para vivir, y con su paga, por pequeña que sea, tendríamos suficiente; o
incluso yo podría ponerme a trabajar.
—Ya
tendrás tiempo de trabajar, cariño-le respondió su padre con tono tierno-. Y no
creo que la paga que me quede alcance para los dos... pero no es esa la razón,
hija.
—¿Y cuál es la razón, padre?
—No
te preocupes, Narel, aún me quedan muchas redes que llenar-siempre zanjaba la
conversación con esa respuesta.
*
*
La
tarde comenzó a caer sobre el pueblo, acompañada al ritmo de descenso del sol.
Su padre había vuelto hacía no mucho, y como siempre, echó a andar en la
dirección acostum-brada. Narel lo siguió a una distancia prudencial, cuidándose
de agazaparse entre las pencas, las pitas o cualquier roca en el camino, hasta
que creyó adivinar a dónde se dirigía: iba hacia el faro; o al menos todo
indicaba a ello, pero su padre hizo un giro inesperado y bajó por la pendiente
que llevaba a la cala. No había duda, el lugar donde iba día tras día no era
otro sino el arrecife de las sirenas.
Narel
se quedó arriba, agachada junto al borde, para ver qué hacía su padre allí
abajo. Le aterraba sentirse tan cerca del mar. Lo vio acercarse a la orilla,
quitarse sus viejas sandalias y avanzar unos pasos en dirección al mar, justo
hasta que el agua le llegó a los tobillos. Allí se quedó inmóvil, mirando al
frente, a las puntiagudas rocas que sobresalían del agua, y si no hubiera sido
por la confusión que le causaba el rumor del oleaje, Narel habría jurado que
escuchó llorar a su padre.
Unos
tres o cuatro minutos transcurrieron, su padre permaneció quieto con sus pies
dentro del mar, hasta que movió uno de sus brazos para llevar la mano hasta el
pequeño bolsillo del pantalón, y sacó algo. Los últimos rayos del sol hicieron
brillar aquel objeto que su padre lanzó hacia el mar con todas sus fuerzas.
Tras unos segundos, se giró y sacó de nuevo sus pies a la arena. Narel se dio
cuenta de que todo había terminado y salió veloz para volver a casa antes que
su padre.
No
sabía por qué, pero Narel decidió no preguntarle nada a su padre, optó por
esperar a que fuese él mismo el que le contara porqué cada día hacía eso. Desde
que ella tenía uso de memoria, no recordaba ni un solo día en que su padre no
hubiera dado su paseo, pero cada día lo veía hacerse más mayor y el cansancio
se hacía notar en él; sabía que pronto llegaría el mo-mento en que no podría
bajar al arrecife.
*
*
El
padre de Narel murió una fría noche de febrero y fue enterrado al mediodía
siguiente en el cementerio del pueblo, junto a su esposa, tal y como había
expresado en sus últimas voluntades. Narel se quedó sola en el mundo, la
tristeza y el miedo se colaron en su corazón adueñándose de su alma. En su
interior algo le decía que al atardecer, tal como hizo su padre durante toda su
vida, debía ir al arrecife de las
sirenas.
Atardecía,
el sol comenzaba a morir por el horizonte y Narel se acercaba a su destino.
Sentía mucho miedo aunque no sabía la razón, pero una fuerza misteriosa la
empujaba a continuar paso tras paso. Cuando llegó al faro se encontró con un
grupo de jóvenes. Debía ser una excursión de algún instituto, todos se
agolpaban alrededor de una profesora que los apremiaba a prestar atención a la
historia que les iba a contar. Narel aminoró el paso para poder oír mientras
andaba hacia el arrecife:
—Mis padres se criaron por esta zona,
¿sabéis?—la maestra comenzó la narración—. Cuando era muy pequeña, antes de
irnos a la ciudad, me contaron una leyenda sobre este lugar. Dicen que un buen
día llegó un hombre junto a su joven mujer a buscar la soledad y la paz de
estos lares. Que llegó a tener una gran
fortuna gracias a sus negocios, y que era capitán de barco... pero no de un barco
normal, sino de un gran petrolero. La vida quiso que su barco naufragara y
causó tanto daño al mar que recibió un doble castigo: La justicia humana le quitó todo
lo que tenía, y el mar lo maldijo con no poder tener jamás descendencia.
Pasaron los años y por más que lo
intentaban, no podían concebir un hijo, y tan doloroso era para su esposa, que
ésta comenzó a enfermar y parecía que moriría de tristeza.
Un buen día, el capitán bajó hasta
el arrecife de las sirenas, ese que veis ahí, y le imploró al mar que retirase
la maldición, aunque no fuese por él, sino por su esposa. El mar accedió a la
petición, pero con ciertas condiciones: Tendrían una hija, pero él debía llevar a
aquel lugar cada día de su vida, una moneda, y el día que no la llevase, su
hija tendría que regresar al mar.
Pese a lo injusto que le pareció,
aceptó con tal de ver feliz a su mujer, y desde el instante en que supieron de
su embarazo, transcurrieron los días más felices de sus vidas, hasta que la
desgracia quiso que en el parto muriese la reciente mamá. Y así fueron pasando
los días, con el viejo capitán llevando una moneda diaria a la cala, y el viejo
mar esperando el día en que no lo hiciera... Y esta es la historia, chicos.
Narel
escuchó perpleja aquella historia. ¿Sería cierto? ¿Por qué se sentía tan
identificada con esa chica? ¿Era una moneda lo que su padre llevó día tras día
durante toda su vida? Narel seguía avanzando hacia el acantilado, absorta en
las palabras que salían de la profesora.
—Seño. Seño, ¿cómo se llamaba la
hija?—preguntó curiosa una alumna.
—Pues si la memoria no me falla...—la
profesora observó a una joven casi al borde del abismo—. Creo que su nombre
significaba mujer que viene del mar... Narel…
Fran Cazorla
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